jueves, 14 de noviembre de 2013

Ya no existe. Ha muerto

Se despertó agitado, sudado. La misma imagen, recurrente, le agobiaba, una vez más: iba agarrado de la mano, de su mano, de esa mano. Podía escuchar su ronca voz.

Ya no sabía qué era peor, si el insomnio que le causaba su ausencia o su falsa compañía en sus sueños. Enloquecía.

Sudaba. Su rostro estaba cubierto de gotas de sudor. Sudor, sí. De todos modos, él no recordaba cómo llorar. Fue un talento sin el cual nació. ¿Cuándo fue la última vez que lloró? No lo recordaba. A ver,  llorar no es lo mismo que tener un nudo en la garganta y soltar una que otra lagrima dispersa. No. Él deseaba poder llorar “a moco suelto” (o tendido), como decían en su tierra. Pero ni borracho lo lograba.

Intentaba pensar objetivamente en el pasado; sopesar lo bueno y lo malo. Al final, todo le había salido peor que en sus sueños, pero mucho mejor que en sus pesadillas.

Las largas noches de insomnio, de las cuales era presa una vez más, habían, de cierto modo, valido la pena. Si bien es cierto que no vio nunca a su amor, había encontrado personas maravillosas y antiguos amigos con quienes intentó llenar el vacío dejado por el otro.

Ah, sí, “la historia del uno y el otro”, ¡vaya pendejada!

¿Cuánto arriesgó y cuánto perdió? Ya no importa. Es mucho más lo que ganó. Aunque no recuerde eso en las largas noches solitarias.

Ahora solo quiere olvidar, pasar la página y llorar. Pero esa página maldita tiene el peso de siete años de historia y sus ojos no logran llorar. ¿Sus ojos o su corazón? No importa. A veces olvida la diferencia entre el dolor físico y el del alma.

¿Quién le diría que esa simple despedida, en una estación de trenes, sería la última? Él. Muy en el fondo, él lo sabía. Pero bien dicen que el hombre es el único animal que tropieza dos veces con la misma piedra.
Ahora han pasado seis meses desde ese día en que se dijeron adiós. Sin más noticias del otro que un mensaje de cuando en cuando. Pero, ¡basta! Eso es más de lo que él puede soportar. Con respecto a él había solo dos opciones: o estaban juntos o no existía. Punto.

Hay que amar hasta perder la razón, hasta que duela, que arda, ¡coño! Si no, ¿de qué sirve?

Hoy, al menos, se permite escribir unos versos (¡JA! “Versos” ¡Vaya disparate! Ya quisiera él mismo considerarlos como tal). En fin, hoy al menos se permite escribir algunas líneas, sin orden cronológico o sentido alguno.

Disfruta con gran placer el sonido de la pluma destruyendo la pureza del papel con sus sandeces. Esas que no le cuenta  a nadie, con las que se ahoga de tanto en tanto. El orgullo siempre ha sido su mejor amigo y su peor enemigo.


¿Le ama aún? Pues claro que sí. Al fin y al cabo, no hay musa más poderosa que un corazón roto. Pero desde hoy le ama como a un pariente muerto: por siempre, pero sabiendo que nunca volverá. Porque, desde hoy está muerto, lo asesinó, ya no existe.

Angelino

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