Se despertó
agitado, sudado. La misma imagen, recurrente, le agobiaba, una vez más: iba
agarrado de la mano, de su mano, de esa mano. Podía escuchar su ronca voz.
Ya no sabía
qué era peor, si el insomnio que le causaba su ausencia o su falsa compañía en
sus sueños. Enloquecía.
Sudaba. Su rostro estaba cubierto de gotas de
sudor. Sudor, sí. De todos modos, él no recordaba cómo llorar. Fue un talento
sin el cual nació. ¿Cuándo fue la última vez que lloró? No lo recordaba. A ver,
llorar no es lo mismo que tener un nudo
en la garganta y soltar una que otra lagrima dispersa. No. Él deseaba poder
llorar “a moco suelto” (o tendido), como decían en su tierra. Pero ni borracho
lo lograba.
Intentaba pensar objetivamente en el pasado;
sopesar lo bueno y lo malo. Al final, todo le había salido peor que en sus
sueños, pero mucho mejor que en sus pesadillas.
Las largas noches de insomnio, de las cuales
era presa una vez más, habían, de cierto modo, valido la pena. Si bien es
cierto que no vio nunca a su amor, había encontrado personas maravillosas y
antiguos amigos con quienes intentó llenar el vacío dejado por el otro.
Ah, sí, “la historia del uno y el otro”, ¡vaya
pendejada!
¿Cuánto arriesgó y cuánto perdió? Ya no
importa. Es mucho más lo que ganó. Aunque no recuerde eso en las largas noches
solitarias.
Ahora solo quiere olvidar, pasar la página y
llorar. Pero esa página maldita tiene el peso de siete años de historia y sus
ojos no logran llorar. ¿Sus ojos o su corazón? No importa. A veces olvida la
diferencia entre el dolor físico y el del alma.
¿Quién le diría que esa simple despedida, en
una estación de trenes, sería la última? Él. Muy en el fondo, él lo sabía. Pero
bien dicen que el hombre es el único animal que tropieza dos veces con la misma
piedra.
Ahora han pasado seis meses desde ese día en
que se dijeron adiós. Sin más noticias del otro que un mensaje de cuando en
cuando. Pero, ¡basta! Eso es más de lo que él puede soportar. Con respecto a él
había solo dos opciones: o estaban juntos o no existía. Punto.
Hay que amar hasta perder la razón, hasta que
duela, que arda, ¡coño! Si no, ¿de qué sirve?
Hoy, al menos, se permite escribir unos versos (¡JA!
“Versos” ¡Vaya disparate! Ya quisiera él mismo considerarlos como tal). En fin,
hoy al menos se permite escribir algunas líneas, sin orden cronológico o
sentido alguno.
Disfruta con gran placer el sonido de la pluma
destruyendo la pureza del papel con sus sandeces. Esas que no le cuenta a nadie, con las que se ahoga de tanto en
tanto. El orgullo siempre ha sido su mejor amigo y su peor enemigo.
¿Le ama aún? Pues claro que sí. Al fin y al
cabo, no hay musa más poderosa que un corazón roto. Pero desde hoy le ama como
a un pariente muerto: por siempre, pero sabiendo que nunca volverá. Porque,
desde hoy está muerto, lo asesinó, ya no existe.
Angelino
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