Camina pausadamente por las espaciosas áreas de su casa, ubicada en el este de la ciudad. Sofía está siempre vestida de punta en blanco, aunque no planee si quiere salir de las muchas paredes y pasillos que conforman lo que algún día ella llamó hogar. Hoy no es más que su costosa prisión, con pisos de mármol de Carrara.
Nació hace ya casi setenta años, en el seno de una familia con mucho apellido y poco capital. Sin embargo, sus padres se encargaron de darle la educación necesaria para que aprendiese a comportarse como una dama y pudiese conseguir un hombre de bien.
Esto al parecer resultó, pues mientras estudiaba Educación, a los veinte años, conoció en una cita, arreglada por su familia, a un hombre quince años mayor. Era un tipo educado, empresario, de buena familia, poco agraciado físicamente y con pocos temas de conversación. Sofía no se sentía atraída por él, pero fue más poderosa la insistencia de su familia que su criterio propio. Alfonso fue paciente y espero a que Sofía culminase sus estudios universitarios para desposarla.
Sofía nunca tuvo que trabajar. Sus manos son bonitas e inútiles: nunca aprendieron a hacer ni la más simple de las tareas domésticas. Alfonso le proporcionó una vida de muchas comodidades.
Sofía, en sus años mozos, conoció el mundo y sus distintas culturas. Viajó y compró ropa en tiendas costosas, disfrutó con sus familiares y amigos, tomó muchas fotos. Hoy en día, camina por galerías enteras llenas de esas fotos, que son su única compañía, son quienes le recuerdan que en algún momento estaba acompañada y también la hacen ver lo miserable que se siente en su soledad. Su única compañía es la chica que limpia y cocina.
Sus hijos ya están casados y viven todos fuera del país. Su esposo murió de cáncer de colon hace ya cinco años. No hay día en el que Sofía no eche de menos a Alfonso, a quien sinceramente nunca amó, pero a quien definitivamente se acostumbró. Hoy extraña su olor y su tono de voz; la forma en que comía y luego encendía su pipa; y la juventud en la cual ambos disfrutaron de su extinta virilidad.
Sofía vive entre fantasmas y voces que salen de gargantas invisibles. La atormentan y han logrado que Sofía haya perdido el antiguo brillo de sus negros ojos. Sin embargo, ella no pierde jamás la clase ni la distinción, aunque la esperanza y el interés los haya perdido hace tiempo. Sofía es una dama elegante, hasta en su agobiante desolación. Naturalmente, cuando sale con las pocas amigas que le quedan, a tomar algo en algún café, se arregla aún más, porque no quiere que las conversaciones de las doñas de El Cafetal versen sobre su descuidado aspecto.
Sofía goza de una salud de la que hace alarde frente a sus amigas coetáneas, que empiezan a deteriorarse; pero que maldice en secreto. Espera en silencio que la muerte la visite un día no muy lejano, para no tener que levantarse otro día de sus suntuosos aposentos y sonreírle falsamente a la élite caraqueña.
Sofía siente que su vida carece de sentido, ya no busca nada, y como bien leyó una vez “Una vida sin búsqueda no merece la pena de ser vivida”. Sofía no sabe ni siquiera si cree en el Dios que sus padres le enseñaron a respetar y adorar, pero de todas maneras le ruega todas las noches que se apiade de ella y se la lleve de su monótona vida terrenal.
L’Angelček
Nació hace ya casi setenta años, en el seno de una familia con mucho apellido y poco capital. Sin embargo, sus padres se encargaron de darle la educación necesaria para que aprendiese a comportarse como una dama y pudiese conseguir un hombre de bien.
Esto al parecer resultó, pues mientras estudiaba Educación, a los veinte años, conoció en una cita, arreglada por su familia, a un hombre quince años mayor. Era un tipo educado, empresario, de buena familia, poco agraciado físicamente y con pocos temas de conversación. Sofía no se sentía atraída por él, pero fue más poderosa la insistencia de su familia que su criterio propio. Alfonso fue paciente y espero a que Sofía culminase sus estudios universitarios para desposarla.
Sofía nunca tuvo que trabajar. Sus manos son bonitas e inútiles: nunca aprendieron a hacer ni la más simple de las tareas domésticas. Alfonso le proporcionó una vida de muchas comodidades.
Sofía, en sus años mozos, conoció el mundo y sus distintas culturas. Viajó y compró ropa en tiendas costosas, disfrutó con sus familiares y amigos, tomó muchas fotos. Hoy en día, camina por galerías enteras llenas de esas fotos, que son su única compañía, son quienes le recuerdan que en algún momento estaba acompañada y también la hacen ver lo miserable que se siente en su soledad. Su única compañía es la chica que limpia y cocina.
Sus hijos ya están casados y viven todos fuera del país. Su esposo murió de cáncer de colon hace ya cinco años. No hay día en el que Sofía no eche de menos a Alfonso, a quien sinceramente nunca amó, pero a quien definitivamente se acostumbró. Hoy extraña su olor y su tono de voz; la forma en que comía y luego encendía su pipa; y la juventud en la cual ambos disfrutaron de su extinta virilidad.
Sofía vive entre fantasmas y voces que salen de gargantas invisibles. La atormentan y han logrado que Sofía haya perdido el antiguo brillo de sus negros ojos. Sin embargo, ella no pierde jamás la clase ni la distinción, aunque la esperanza y el interés los haya perdido hace tiempo. Sofía es una dama elegante, hasta en su agobiante desolación. Naturalmente, cuando sale con las pocas amigas que le quedan, a tomar algo en algún café, se arregla aún más, porque no quiere que las conversaciones de las doñas de El Cafetal versen sobre su descuidado aspecto.
Sofía goza de una salud de la que hace alarde frente a sus amigas coetáneas, que empiezan a deteriorarse; pero que maldice en secreto. Espera en silencio que la muerte la visite un día no muy lejano, para no tener que levantarse otro día de sus suntuosos aposentos y sonreírle falsamente a la élite caraqueña.
Sofía siente que su vida carece de sentido, ya no busca nada, y como bien leyó una vez “Una vida sin búsqueda no merece la pena de ser vivida”. Sofía no sabe ni siquiera si cree en el Dios que sus padres le enseñaron a respetar y adorar, pero de todas maneras le ruega todas las noches que se apiade de ella y se la lleve de su monótona vida terrenal.
L’Angelček